Pasé toda la noche revoloteando su cráneo, saboreando la delicadeza de sus sueños hasta que, con el mecer de sus ritmos, yo también entré en resonancia con sus ondas cerebrales y fui parte de su mente.
Soñaba cosas del todo curiosas, debo admitir. No siempre ocurre esto, pero cuando ocurre te deja sin palabras. Soñó que tenía un encuentro sexual con un hombre muy similar a los Neo-Marra, esa especie que está a punto de extinguirse porque les cuesta no arruinar sus rituales de apareamiento con situaciones vergonzosas.
El chico no podía controlarse y terminaba distrayendo a María, que comenzaba a hablarle con sus glándulas mamarias, algo que los humanos no hacen en realidad. La situación fue graciosa pero perturbadora. La perturbación no era mía, era de ella.
No sé por qué esas imágenes la modificaron tanto, pero tengo que decirles que calaron muy hondo en ella, haciendo que se despierte tan de golpe que no me dio tiempo de desacoplarme. Todo lo que viví a continuación lo viví como María. Lo viví encarnado en ella, al punto que no sé si tiene sentido hacer alguna distinción sobre quién experimentó todo.
Despertar, ir al baño, tomar agua, percatarse de la falta de pezones, llorar, orinar, bañarse y sentir el agua con jabón sobre la piel suave y sin vello. Todo es hermoso estando dentro de la carne. Todo es nuevo y delicioso, incluso sufrir un poco.
Y luego, escribir.
Tomar una lapicera —tecnología milenaria—, plasmar ideas sobre un objeto. Pensar de manera improvisada, sentir cómo el animal aflora guiando el pensamiento que se convierte en palabras y luego en presión sobre aquel tubito lleno de pigmento azul que comienza una danza sobre una plancha fina de celulosa, copiando aquel mundo efímero de la fantasía sobre el mismo material con el que los humanos limpian sus agujeros luego de cagar o llorar.
Estuve acompañando a María toda la noche en sus sollozos calmados. Fue un lapso sumamente breve en nuestra escala pero —créanme— fue una auténtica eternidad que sólo llegó a su fin con el amanecer sintético de aquel cielo artificial y berreta que construyeron para evitar el cáncer de piel y las tormentas solares en general.
Finalmente, llegó la hora de prepararse para aquel encuentro. Puedo afirmarles que ella no lo quería para nada; lo estaba padeciendo. La única razón por la que lo hacía era porque planeaba irse del rubro, de alguna forma salirse del circuito. Hacía meses que trabajaba a destajo para juntar un resto que le permitiese cortar con la sensación de estar enjaulada en un zoológico de reglas que siempre la dejaban en jaque.
Fue una mañana estoica en la que desayunó, se acicaló, se hizo un lavado y cauterización de útero con uno de los dispositivos que Onlyfans envía a sus productores de contenido premium, y luego se tomó cuatro pastillas que modificaron toda la química de su cerebro para predisponerla a un buen rato.
Puso un poco de música con copyright y luego se vistió para la ocasión con un short corto y ajustado, y una remera también cortita que en algún momento de la historia se llamó “pupera” —hoy esa palabra no significa nada dado que estos humanos carecen de “pupo”, ombligo.
Se miró al espejo y pensó que ser tan linda era una maldición. Estaba al tanto de que no era azar, que era todo producto de la ingeniería genética y del Genoma versión 2.11.
—Así deben sentirse los robots—, dijo para sus adentros.
Pasó lo que quedaba de ese caluroso día tirada entre el suelo y el sillón hasta que se hizo la hora. Ya estaba oscureciendo, las pastillas habían hecho el efecto que prometían y la música la estaba haciendo vibrar.
—Quizás hasta termina siendo un buen día—, pensó.
Por mi parte, todavía me encontraba completamente acoplado a las ondas cerebrales de María y estaba expectante a lo que iba a ocurrir. Estaba drogado y por experimentar el sexo humano metido en la carne de una hembra diseñada para eso. Se sentía bien, su cerebro y su química me transmitían una sensación apacible con apenas unos nervios que hacían un bello contrapunto mediante un ligero nudo en el estómago.
Los minutos pasaron y ese nudo creció; el Chelo estaba demorado.
María pensó que eso era raro, ese chico siempre intentaba aprovechar cada segundo de su cita. Infló la panza y dio un profundo suspiro para aflojar aquella tensión que hacía el nudo, pero la música se cortó ni bien terminó de exhalar, así como la electricidad y toda aquella comunicación subliminal entre su Neuralink y las antenas. De hecho, como etéreo, puedo decirles que dejaron de percibirse los campos electromagnéticos habituales de la ciudad, haciendo que María se convirtiese en un libro abierto, sin nada que pudiera distraerte de ella.
Excepto, claro, el último estertor de aquella ciudad.
Primero lo sentí yo, luego ella. Primero fue un pulso extremadamente fuerte de radiación electromagnética de baja frecuencia, como la de un transformador o una radio. Varios segundos después vino un sonido y la onda expansiva de una violenta explosión. Los vidrios vibraron y el sonido fue ensordecedor. Algo había reventado a algunos kilómetros de aquel departamento.
María pegó un salto y se quedó dura. Recordó haber vivido un par de apagones en su vida, recordó la ansiedad de estar desconectada de todas las redes, pero jamás había escuchado una explosión así.