Alguien tocó la puerta y sacó a María del trance, entre las pastillas y la explosión, estaba un poco desorientada.

—Debe ser el Chelo —pensó—. Desearía tener cerraduras eléctricas y decirle que estoy encerrada —pensó para sus adentros mientras movía las trabas y abría la puerta.

Ella no lo notó, pero ese chivo estaba raro, su Neuralink emitía una señal completamente opaca e indescifrable. No se podía extraer nada de él, solo podía percibirse que había tenido algún tipo de intervención quirúrgico-regenerativa hacía unas horas. Nada más; por fuera era una persona común y corriente.

—¿Escuchaste esa explosión? —le preguntó María.

—Sí, nunca había sentido algo así —le contestó—, solamente en unos sueños que reseñé.

—Me da un poco de miedo, tampoco hay luz.

—No pasa nada, antes de que terminemos el primer round todo va a volver a la normalidad.

María apretó un poco los dientes y no pudo reprimirlo, no quería seguir. Intentó pensar en el dinero, pero algo dentro suyo era más fuerte que ella.

—Quizás deberíamos dejarlo para otro día, Chelo —le dijo mientras bajaba la mirada.

—Ya te pagué por adelantado, como siempre.

—Cuando vuelva la luz, te lo devuelvo —le dijo, intentando ser firme pero sin confrontar—. Hoy no puedo.

La sonrisa del Chelo se desarmó. Todavía en el umbral, apoyado en el marco de la puerta, tomó aire y le respondió.

—Entonces deberías pagarme también el taxi, las pastillas que me tomé y el tiempo que desperdicié.

María abrió los ojos de par en par, sorprendida por la reacción del Chelo. “¿Ahora estoy endeudada?”, pensó.

El pico de las pastillas estaba cediendo y comenzaba a sentir las cosas de nuevo; estaba por responderle, pero él habló primero.

—O podemos arreglarlo de otra forma.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Me chupás la pija, te cobrás solo eso, me devolvés el resto mañana y todos contentos.

Sintió como algo volvía a anudarse en María. Primero un nudo por debajo del esternón y luego otra cosa en la tráquea, una tensión en la garganta que contenía un llanto de impotencia.

María dijo que sí con la cabeza, dejándolo pasar. El Chelo sonrió, entró y fue directo al sillón.

—Vamos a hacer esto rápido —pensó María mientras cerraba la puerta, con la mente un poco perdida.

Ya casi no había nada de luz, apenas algo que se filtraba por unas cortinas de un plástico traslúcido que cubrían la ventana. El cielo artificial no estaba funcionando, por lo que la luna iluminaba las nubes de smog creando una pátina rojiza sobre todo el firmamento.

Podía verse la silueta del cuerpo fofo del Chelo desnudo sobre el sillón. María caminó hacia él, se arrodilló mientras el Chelo se tocaba lentamente.

—Sacate la remera —le dijo mientras se apretaba el pene con fuerza.

María lo hizo. Luego agarró un almohadón, lo puso bajo sus rodillas y acercó la cabeza hacia la entrepierna del Chelo, quien pasó sus dedos por el pelo de ella en una caricia inesperadamente delicada.

Aquella caricia produjo bastante repulsión en María. Intentó pensar en cualquier otra cosa que no fuese lo que estaba sucediendo.

—No entiendo qué pasa, nunca me fue difícil esto —se dijo a sí misma.

Trató de abstraerse, pensó en mudarse, en las drogas y cigarrillos que representaba ese dinero. Intentó sumergirse en esa fantasía, hasta que algo la distrajo por completo.

—¿Trabé la puerta? —pensó mientras se giraba para ver.

En efecto, algo me distrajo a mí también. Una presencia que no daba ninguna señal reconocible. Un fantasma.

El Chelo suspiró, enojado.

—¿Y ahora qué mierda pasa? —preguntó con frustración.

—Es que creo que escuché algo —le respondió.

—No hay nadie, María. Por favor, concentrate y terminemos con esto.

—Te juro que sentí a alguien —volvió a responderle.

El Chelo se paró, se acomodó nuevamente los pantalones y caminó hacia María. Parecía estar mordiéndose la lengua. Su cerebro encriptado comenzó a agitarse y emitir señales erráticas con más intensidad y luego empezó a hablar.

—Sos la puta más malcriada que conozco. Estás todo el tiempo haciéndote desear en las redes, mostrando el culo. Sos linda, pero cogés mal, y ya ni siquiera hacés nada para compensarlo. Vas a tener que devolverme toda la plata, pendeja de mierda.

Las palabras modifican a los humanos por completo. De pronto, aquel nudo en la garganta comenzó a acogotarla, al tiempo que no podía dejar de pensar que, en plena oscuridad, sin alarmas ni vigilancia, alguien había entrado y un cliente le estaba gritando.

El Chelo terminó de abotonarse el pantalón; parecía esperar alguna respuesta, parecía ofendido en serio.

—¿No vas a decirme nada? —le preguntó— ¿No vas a pedirme perdón?

—Perdón, Chelo —le dijo ya dejando caer algunas lágrimas—. Es que no puedo más.

Él la miró con un poco de piedad en sus ojos. Se acercó y le secó la mejilla con su mano.

—Yo te amo —le dijo—. Vos no te das cuenta, pero yo quiero estar con vos. Quiero que tengamos algo en serio.

María no contestó nada, se quedó ahí, sin saber cómo reaccionar.

Él continuó acercándose, la abrazó por la cintura y la estrechó contra él. Ella sintió la piel de su abdomen y su miembro palpitando contra su pubis a través del short.

—Quiero que vivamos juntos —continuó—, quiero mantenerte, ser felices, que dejes de hacer todo esto.

—Yo también quiero ser feliz y dejar todo esto.

—Dame un beso —le dijo mientras apoyaba los labios contra los de ella.

María no respondió al beso; su boca se apoyó, pero se quedó tensa, queriendo escaparse.

—No puedo, Chelo —le dijo despegando su cara—. No quiero.

Él se alejó unos centímetros y la miró en la oscuridad. Acarició de nuevo su largo pelo, zurcándole la nuca con los dedos.

—No tenés arreglo, putita —le dijo mientras la mano se cerraba agarrando una buena porción de su cabellera.

María se percató de lo que iba a suceder, pero no pudo reaccionar. El Chelo le dio un tirón que la tiró al suelo y comenzó a arrastrarla hasta la cocina mientras ella pataleaba.

—Te juro que lo intenté, María —le decía mientras abría la cajonera y buscaba un cuchillo—, te juro que te di chances.

Empuñó el cuchillo y le cortó el pelo con solo tres deslizamientos de aquella hoja plateada.

María logró zafarse, pero no alcanzó a correr, estaba en shock y gritaba. Pude sentir la adrenalina y la confusión adueñándose de su cuerpo.

Ante los gritos, el Chelo volvió a tomarla por el pelo, pero esta vez desde el costado, ya sin tanto desde donde asirla.

—¡Callate, María! —le gritó mientras apoyaba el cuchillo en su pómulo para intimidarla, pero no surtió el efecto que esperaba. María comenzó a moverse de nuevo como un gusano, girando la cara para todos lados, lo que hizo que el cuchillo se deslizara cortando su pómulo hasta el hueso.

El dolor helado del metal abriéndose paso en su piel la devolvió a la realidad. El Chelo volvió a apoyarle el cuchillo en el rostro, pero esta vez, María le golpeó la mano con el antebrazo mientras se sacudía con fuerza para liberarse. Otro corte le abrió por completo la mejilla, lastimándole incluso la encía y los dientes.

La sangre se acumuló rápidamente en su boca, y, sin pensarlo, se la escupió en la cara al Chelo, que usó la mano del cuchillo para limpiarse. Al ver el filo alejarse, María le pateó las bolas, forzando al Chelo a inclinarse hacia ella. De puro instinto, María arremetió con un cabezazo, rompiéndole la nariz, haciéndolo caer de culo, soltando el cuchillo mientras se llevaba ambas manos a la cara.

María estaba eufórica; había algo encendido en ella, ya no lloraba ni tenía miedo. De hecho, perdida en aquella pelea, se sentía bien. Levantó el cuchillo del suelo, el Chelo quiso anticiparse, pero esta vez le pateó la cara, dejándolo sentado de nuevo. Luego se acercó hasta pararse sobre sus genitales; el Chelo se retorció.

—¡Decime que soy linda! —le gritó mientras aplastaba sus testículos con el pie.

—¡Sos hermosa! —le dijo con esperanza de que aflojase la presión.

María deslizó el cuchillo por su brazo, produciéndose un profundo tajo, y luego volvió a preguntar.

—¿Y ahora?

—Sos hermosa —volvió a decirle entre lágrimas.

Nuevamente, María pasó el filo por su cuerpo. Primero por su panza, luego por sus tetas, sus muslos, abriendo la piel mientras repetía la misma pregunta: “¿y ahora, Chelo? ¿sigo siendo linda?”, cada vez más cerca de él, hasta arrodillarse sobre sus pelotas ya hechas puré, salpicándolo con su propia sangre, goteando sobre él.

—Decime que te querés casar conmigo —le dijo finalmente. Él ya no pudo contestar.

Hizo un último corte en su cara, hasta la comisura de sus labios, y luego lo besó, manchándole la cara y el pelo. Luego se paró, liberándolo.

María suspiró, lo miró en el suelo y pensó: “¿por qué no?”. Acto seguido empezó a patearlo y pisotearlo. El Chelo se arrastró sin rumbo, hacia el pasillo que conducía a la habitación y al baño.

María paró sobre él y comenzó a saltar sobre su espalda. Recordó cuando era una niña y saltaba sobre las hojas secas en otoño. Recordó aquella sensación de las nervaduras quebrándose bajo la planta de sus pies, el sonido de los tejidos cediendo.

En su reptar, el Chelo intentó darse vuelta, quedando su cabeza apenas cruzando el marco de la puerta del baño. Por un momento, sus miradas se cruzaron. Él, casi inconsciente. Ella, toda tajeada, sangrando y goteando sobre él.

El Chelo intentó decir algo, pero las costillas rotas no le dejaban tomar el suficiente aire.

—¿Qué carajo querrá ahora? —pensó María. Ya estaba harta.

Agarró el picaporte y tiró de él con todas sus fuerzas, golpeando las sienes de Chelo con el marco y el borde de la puerta.

Se escuchó algo que se rompía y el Chelo dejó de moverse. Apenas respiraba con dificultad.

—Jamás me sentí así de viva —se dijo a sí misma.

—Estuviste bien —susurró una voz en la oscuridad.