Comenzó mirando la televisión.
En la tele había tantos colores que yo me quedaba sumergido en el arcoíris. Ni siquiera prestaba atención a lo que pasaba en los programas, estaba mirando más allá.
Aunque, pensándolo bien, quizás estaba mirando más acá.
Yo tenía la edad que tienen los chicos cuando se fascinan con cualquier cosa y a mí la tele me encantaba, sobre todo pegar la cara contra la pantalla para ver los cuadraditos. Los píxeles.
Era un televisor viejo, de esos de tubo, los que tienen la pantalla redondeada sobre los bordes. Todas las siestas me ponía a mirar la televisión y a la noche —algunas, las que podía—, cuando todos dormían, iba hasta el living, ponía la tele en silencio —en mute— y pegaba la nariz a la pantalla.
Esa tele hacía como un sonido de chispas cuando la tocabas y recorrías la pantalla con la mano. La hermosa electricidad estática que se formaba sobre el vidrio.
Me acuerdo de todas esas formas y colores, todas las sensaciones que me producía el momento de encenderla, todo lo que sentía cuando estaba prendida.
En cambio, apagarla era como ver algo muerto.
No es que me provocase repulsión, los cadáveres no me espantan, ya les contaré sobre eso. Ésto era más bien como saber que, por el momento, ella estaba ahí: quieta, esperando a revivir, esperando a que interactuemos de nuevo.
Una vez mi mamá me encontró en plena noche pegadisimo al televisor y se enojó mucho. Me pegó, la apagó y me mandó a dormir. Y, mientras yo me iba enojado, escuchaba que por detrás decía «¿Por qué tengo un hijo tan raro?».
Yo veo televisión, nada más. Lo que pasa es que suelo mirarla de otra forma. Me hace bien, me ayuda a despejar la cabeza.
De más grande —acá— me enteré que hay gente que medita. Yo me les rio en la cara. Es obvio que lo hacen porque lo vieron en la tele.
Además, no veo que los cambie mucho. Siguen siendo los mismos, sólo que hay un rato en el día en el que están calladitos la boca. Seguro que es algo interno que sienten durante ese rato, como que sus cabezas quedan en cero, nada los perturba; se les van los dolores y las culpas.
A mi la televisión nunca me dejaba en cero. Tampoco me vaciaba de palabras, al contrario, había veces que me hacía aparecer algunas frases en la cabeza. No muchas, pero incluso había veces en las que aparecían algunas charlas breves.
Calculo que eran breves, el tiempo se percibe raro en esos momentos. Mucho tiempo en muy pocos segundos.
Durante años viví con miedos estúpidos. Para darte un ejemplo —justo ahora que estamos hablando del tiempo—, durante gran parte de mi vida tuve miedo de encontrarme exactamente como ahora —tranquilo, mirando la televisión— y de repente parpadear y darme cuenta que tengo ochenta años. O noventa, o cien. Parpadear y no saber en qué momento se había ido toda la vida.
Una vez quise hablar del tiempo con mi mamá, todavía era niño cuando tuvimos esa charla. Le pregunté por qué el tiempo pasaba tan rápido Le pregunté si no pensaba que la vida se nos iba de golpe. Le pregunté si sentía que los años realmente habían pasado, o si sólo eran como un sueño que uno recuerda a medias.
Y por supuesto se sacó una alpargata y me pegó fuertísimo. Siempre que lo hacía trataba de hacerlo lo suficientemente fuerte como para convencerme de que no la molestara más. Supongo que pensó que la estaba tratando de vieja. Y me volvió a pegar, y mientras me mandaba a mi cuarto, cerraba la puerta y decía para sus adentros «¿De dónde mierda saca esos planteos?» .
De la tele, obvio. Aunque sé que los otros chicos no hacen esas preguntas.
Lo que pasa es que no ven la televisión como yo —ahora lo entiendo—. Es porque la gente no ve entre píxeles, por así decirlo.
La mayoría de mis aprendizajes los hice así: un cuarto fueron en la escuela, otro cuarto los aprendí de mi mamá, y la mitad de las cosas las aprendí viendo la televisión.
La escuela era muy aburrida y ahí me sentía casi tan mal como en presencia de mi madre.
Los otros chicos eran aburridos. Al menos las chicas eran diferentes, por lejos, eran mucho más divertidas y hermosas. Los chicos eran solo un pedazo de carne.
Eso también me dí cuenta viendo la tele, porque yo me pegaba bien cerca —nariz con nariz—, respiraba profundo sintiendo las cosquillas de la estática en la piel, y con los ojos bien abiertos me conectaba fuerte con eso que había detrás.
Y eso otro se conectaba conmigo, y me decía: «Son más lindas, no faltes a la escuela, todavía vale la pena seguir yendo, ya vas a ver cómo todo cambia para bien».
Entonces, a la mañana, mamá me despertaba con su cara demacrada y yo hacía el esfuerzo de ir. Aunque sin haber hecho las tareas y sin ninguna esperanza de recordar qué habíamos visto la clase anterior. Porque, al parecer, yo había estado desde las dos de la tarde hasta las once de la noche con la cara pegada a la pantalla, comiendo galletitas, engordando y sólo haciendo breves pausas para ir al baño.
Ir a la escuela, no hacer amigos, profesores que me dicen que quizás voy a perder el año. Doce años —“¿Qué mierda hago acá?”—. Las chicas que me gustan, las erecciones espontáneas, y yo gordo. Y no me gusta más mi cuerpo ni mis genitales, me da asco lo que tengo entre las piernas.
Pero en casa me está esperando la televisión y eso para mí es un alivio.
¡Mierda que era un alivio!
En casa había mucho silencio desde el divorcio de mis papás. Mamá tomaba pastillas o se la pasaba durmiendo la mayor parte del día mientras que papá cada tanto me mandaba una carta o llamaba a casa. Él era el que tenía buenos negocios y un montón de plata y abogados. Entonces la dejó a mamá y ella se dedicó a no trabajar y tomar pastillas o estar afuera.
Así fue desde que yo tenía nueve años hasta después de cumplir los trece, cuando vino la orden judicial y mamá tuvo que volver al mundo y empezó a retarme —la muy perra.
A mí me gustaba que ella durmiera. Era un poco similar a lo que me pasaba con la televisión apagada, sólo que la televisión también me gustaba cuando estaba encendida.
Cuando mamá dormía no molestaba, porque cuando estaba despierta yo no podía hacer casi nada. En realidad no podía ver televisión y eso ya era demasiado. Y me obligaba a salir afuera «a jugar con los otros chicos».
¿En qué habrá estado pensando?
Cuando me dejaba quedarme en casa con ella, se la pasaba callada y mirándome. Y yo me sentía super gordo, cada vez más gordo. Pero esa mirada cargada de odio no le duraba más de una semana, siempre volvía a las pastillas. No con la frecuencia con la que lo hacía antes de la llegada de las asistentes sociales pero —para mi suerte— lo hacía con bastante compulsión.
Según la tele, eso era como una especie de libertad para ella.
En aquellos tiempos tuve varias charlas cruciales con la televisión. Sobre todo esa en la que me di cuenta que mi cuerpo no me gustaba: no me gustaba la grasa y, sobre todo, mis genitales. No los quería. Pero no sabía que no los quería hasta que la tele me lo preguntó: «¿Qué te pasa?». «Es que soy horrible por todas partes» le dije. Su respuesta fue clara y liberadora: «Sacate todo lo que no te guste, como si fuera ropa».
Después de ese evento mamá me odió y volvieron las asistentes sociales, y los abogados y los psicólogos. Papá me visitó, discutió con mamá y ella estuvo más despierta que nunca —cosa que me molestaba sobremanera porque me vigilaba constantemente con esa cara horrible. Yo sabía que me odiaba, ambos lo hacían porque la policía les dijo que tenían que cuidarme. Pero papá era alguien importante y mamá era una perra adicta a las pastillas que me iba a odiar para siempre por haberle arruinado la vida. No me dejó ver más televisión, cosa que me puso tenso. Y empecé a orinarme en la cama todas las noches, lo que me valió una camionada de chancletazos.
Me faltaba la televisión, así que tuve que ingeniármelas para ser feliz.
Empecé a coleccionar los mosquitos que aplastaba contra la pared, también de los que interceptaba en el aire o aplastaba contra mi cuerpo. Eran fáciles de esconder. No sé por qué lo hacía, pero lo amaba. Sentía que era una pequeña victoria sobre la vida y una victoria sobre mamá, que no los encontraba en ninguna de sus rutinarias inspecciones a mi habitación.
Ella no me dejaba tener nada brillante: nada de cuchillos, tijeras, vidrios o cualquier cosa que pudiera usar para “lastimarme” de nuevo. Tampoco me dejaba tener nada de pornografía, alcohol o cualquier cosa que la obsesionara en el momento.
Pero no iba a encontrar mis tesoros, que cada vez se hacían más numerosos y más complejos. Tesoros que ahora empecé a esconder en el descampado y sólo veía cuando mamá me obligaba a salir a jugar a la calle. No los iba a encontrar jamás.
Porque me hacían feliz. Y porque no habría sido justo.
Fue una batalla ganada, durante un buen tiempo ni siquiera se imaginó en qué consistía mi nuevo pasatiempo.
Ese pequeño tiempo fui feliz, a pesar de las cicatrices y chancletazos, y que ya no podía ir a la escuela y tenía que quedarme en casa porque no sé qué. Pero tengo que admitir que hubo una semana en que las cosas empeoraron drásticamente.
Entiendo que yo estaba cada vez más raro, pero es que no sabía cómo ser de otra forma, para ella debe haber sido un infierno tenerme tanto tiempo en casa. Sin embargo, el punto de quiebre fue cuando encontró la caja de zapatos con los huesitos. Debí haber sido más cauteloso.
Y eso que me cuidaba de no dejar ningún rastro por ninguna parte. Andaba siempre con un jabón en el bolsillo y me lavaba las manos antes de llegar a casa. También me ocupaba de lavar los huesitos que valía la pena quedarse. El pelo no me interesaba tanto, pero admito que después de lavarlo tenía una textura agradable y en varias ocasiones me pareció que no estaba mal.
Así y todo, fue bastante inútil. Por alguna razón decidí llevarme la cajita conmigo a casa en vez de dejarla en el baldío. Me acuerdo esas diez cuadras de caminata, con la caja que hacía ruidos cada vez que daba un paso y cada vez que la movía. Y yo transpiraba pensando que por alguna razón había hecho algo malo. Que todos se iban a dar cuenta que había hecho algo bastante malo, y que la prueba estaba dentro de la caja. Pero también sabiendo que no había podido evitarlo, que no tenía opción, que desde que no tenía televisión yo me ponía de esa forma y hacía cosas.
Mamá descubrió aquellos huesitos y el pelo, y se volvió completamente loca. Me gritó, me empujó para poder salir de la habitación y luego se largó a llorar en su cuarto.
Por supuesto que yo me sentí para la mierda, y sin saber qué hacer me fui al piso de abajo, hasta el living. Prendí la televisión y —aunque tardó en llegar porque mamá estaba haciendo un escándalo ahí arriba— sentí la calma.
Ahí ahí estaban los colores y los cuadraditos.
No sé cuánto estuve y no me importó, necesitaba esa intimidad con la pantalla. Esa era una posibilidad que, dadas las circunstancias, no se me iba a volver a dar en un buen tiempo.
La situación comenzó a entristecerme, pero la tele dijo que en el futuro mamá no iba a estar y que yo iba a poder hacer lo que quisiera y ser libre. Al principio no le creí, pero debería haber confiado más.
Se abrió una puerta en el piso de arriba, era el cuarto de mamá, escuché que tiraba un montón de cosas al suelo y que empezaba a caminar con dirección a mi cuarto. Me dió miedo y pensé que lo mejor sería que me encontrase ahí arriba y no abajo viendo televisión. Subí las escaleras corriendo y me agité. Cuando llegué arriba no tuve tiempo para hacer nada, mamá estaba saliendo de la habitación. Enfurecida, corrió hasta mí y me empujó con todas sus fuerzas.
Hubo dos segundos en los que sentí el vértigo de la caída libre, después escuché todos los otros ruidos adentro mío mientras recordaba cómo sonaba la caja con los huesitos.
Después de eso me desperté en el hospital, prácticamente paralizado de la cintura para abajo. Magullado y con un brazo roto.
Abogados, policía, asistentes sociales, psicólogos y psiquiatras.
Ya no vivo con mamá.
Papá se las arregló para que me mudara a éste lugar, que es como un loquero pero, según sus palabras, como un loquero VIP.
Nos dan de comer y puedo hacer lo que quiera. No me hacen problemas porque paso la mayor parte del tiempo postrado en la silla de ruedas frente a la pantalla. Además ya logré ir al baño por mis propios medios, inclusive ducharme y cambiarme la ropa casi sin ayuda. No necesito nada más. Mucho menos esas clases de yoga y meditación a las que tienen que ir todos los demás.
Yo les veo las caras tratando de meterse los pensamientos en el culo, uno a uno, mientras respiran.
Yo ya estoy bien, siento que la vida me ha dado demasiado.
Poco a poco voy logrando quitarme de encima todo lo que no necesito.